22.2.10

Tiquismiquis

El sábado tocó ducharme y de repente se abrió la cortina y no era la Beatriz Montañez de El intermedio del Gran Wyoming sino un inspector pajizo de la Sociedad General de Autores Españoles que me exigía dineros por estar cantando El del medio de Los Chichos —despreocupadamente, eso tengo que reconocerlo— y que no se largaba por más champuzazos que le arreaba yo al grito de “¡sape, sape, sape!” sino que seguía con la mano puesta y se reía a mandíbula batiente por ver a un calvo usando champú, el joío por culo, qué mal rato me hizo pasar, ya no me ducho más. No sabemos a ciencia cierta si la SGAE disfruta de la impopularidad que se ha procurado, pero todo parece indicar que sí, que sus directivos están hasta orgullosos de ser unos tiquismiquis. Una entidad creada para la protección y el respeto al autor está muy bien mientras no logre, con su proceder, todo lo contrario: hacer quedar al autor como un buitre que te cobra hasta por cantarte el aliento, que se mete en las pelus de barrio y en los quiosquillos de chuches a ver con qué música se están lucrando los magnates del negocio en cuestión y que desaloja a pestugazos legales los montajes teatrales de los patios de colegio, traumatizando chiquillos culturalmente, válgame. Y no es eso, hombre, no es eso.

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