A ver, voy a arrancar como un columnista de los de verdad: En estos tiempos en los que la sociedad española está experimentando profundos e importantes cambios que afectan positivamente a su libertad y legitimidad para amar, vivir, decidir y etcétera (a partir de aquí ya vuelvo a ser el cantamañanas de siempre), la Iglesia católica se queda entre nosotros como ese abuelo, más pepinico que cebolleta, que estuvo en la División Azul, habla de Fraga como “ese muchacho” y de cada cinco frases que pronuncia, seis son “con Franco no hubiera pasado esto”; ese abuelo que todavía se suena con pañuelos de tela y con los mismos pañuelos se limpia la boca comiendo, que está convencido de que la nieta es una puta, por cómo viste, y su novio un mariconazo, por el pendiente y los pelos; que se la lía a los vecinos antes de que abran la boca y todos los días le ofrenda una rosa de polvo a su memoria gloriosa. La Iglesia católica estorba, o sea, y si no la escondemos cuando vienen visitas es porque se pone hecha un basilisco y es peor. No ha cogido el paso ni quiere cogerlo, está en sus siglos, en sus severas supersticiones. Un abuelo sentado en el parque esperando al barquillero y al que ignoran las palomas.
3.1.08
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