Llega a Jaén el buitre leonado y hambriento y, tras sobrevolar un rato la ciudad, como no le gustan las aceitunas que la rodean ni considera apetitosos los ojos demasiado apagados de sus habitantes, se posa en el cementerio a ver qué cae o por respirar miasmas, que algo alimentan, que son el efluvio del cocido de la muerte, la aromancia popular del fritillo de la carne en descomposición con todas sus bendiciones, sus seguros de vida y sus entrañables recuerdos. Íbamos a ver al buitre o a Santa Catalina, no nos decidíamos: la jarana o el polvo, la escama o la pluma, el pico o la bota, la raspa o el mal fario. El buitre tenía hambre, un hambre de comerse a los perros, y nosotros le hacíamos fotos para el recuerdo y aspavientos para que nos mirase, pero no demasiado, no fuera a ser que se quedara con nuestras caras. Hermoso animal de capa raída, calvo y narigudo, como un clérigo excomulgado y loco pidiendo cecina para roer y seguir viaje al infierno, al que se va por ciertos pasadizos camposantinos. Llega a Jaén el buitre a que le rindan pleitesía de rey, de emperador, de consejero, pero vinieron los del Centro de Recuperación de Especies Amenazadas a cargarse el acto y la literatura.
27.11.07
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