14.10.05

Pelea

Lo que me impresiona es la serenidad que veo en sus caras cuando, tras haber saltado la chispa que supuestamente les enfada, sacan a su víctima de la caseta y se disponen a lincharla con toda tranquilidad, como si fuera la cosa más habitual del mundo, una actividad como otra cualquiera de las que implica la feria, en la que se bebe, se baila, se fuma, se liga, se apalea... Veo la costumbre de la violencia en sus rostros todavía niños y es una cosa escalofriante. La gimnástica, ágil, casi grácil pose que antecede al primer puñetazo en la boca tiene un algo entre espadachín y púgil, entre danzarina y fiera, entre chiquillo y monstruo. No se sabe qué ha pasado, es raro saber con exactitud los motivos, yo creo que ni siquiera el grupo atacante tiene una idea exacta de por qué ataca, o al menos una parte de sus integrantes seguro que lo ignoran, pese a que ya están pateando en las costillas a su (de repente) enemigo, quien se ve rodeado de criaturas que le estudian con detenimiento las zonas de su anatomía más sensibles al dolor antes de volver a lanzar el puño o la bota. Lo suyo es derribar a la víctima y rebozarla en el fango de albero mediante puntapiés colectivos, y es por eso que del grupo se desprenden destacamentos con la misión de zancadillear al pedazo de carne machacable que ha osado disgustarlos. Truena el reggaeton entre casetas y todavía una de las mozuelas de las que van con la pandilla mueve cadenciosamente las caderas mientras se asusta y les grita a sus amigos que lo dejen, porque es su papel: espantarse de lo que está pasando y esperar a que terminen pronto los machos para seguir bailando con ellos.

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