Una de las polémicas que más ecuánime me dejan, por no decir la única, es la de los taurinos y antitaurinos. Y no sólo por lo manido que ya está eso: también porque creo que ambos tienen razón. Las corridas de toros sí son cultura, sí son arte y sí son tortura. Si tenemos en cuenta que aquí “cultura” se le llama a todo, incluso a ponerse gorros raros en la cabeza y bailotear pavoneándose, los toros, sí, son cultura, porque reúnen a gente y transmiten emoción y sensaciones y el público, como en la ópera, se deja un pastón por verlos; y si tenemos en cuenta que un toro es una criatura de carne y hueso y posee terminaciones nerviosas, sí, es una tortura, por supuesto. Los taurinos recurren a gilipolleces para defenderse, como eso de que el toro vive como un rey y muere como un héroe, y los antitaurinos no quieren reconocer una evidencia muy gorda: que entre los aficionados a los toros hay personajes, más o menos anónimos, que tras su fiesta de sangre son capaces de mostrar una sensibilidad de alma acojonante. Las tardes de toros no van a desaparecer por acción de los antitaurinos: desaparecerán o no por los propios taurinos, cuyas generaciones es posible que vayan perdiendo afición. Se trata de un debate tan inútil que ya es que interesa muy poco.
20.10.09
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