Algunos seguimos viéndonos a escondidas con Teresa, sin que se entere el Pijoaparte, y en silencio miramos las últimas tardes que pasamos con un libro de Juan Marsé entre las manos, mareándonos con los primeros cigarrillos, aquel asombro casi helado que nos provocó el descubrimiento de la literatura carnal, de la novela pura, del tiempo ganado entre páginas y líneas animadas por engranajes tan precisos e invisibles que creíamos estar asistiendo a una exposición fotográfica. Juan Marsé no sólo nos enseñó a escribir: también nos amaestró el olfato, el oído, el gusto y el tacto, almas posadas con las que hay que armar una historia para que no se quede en “una bonita redacción”. Hay muy pocos novelistas, nos va quedando Marsé; la mayoría se pierden en buscar voces que no tienen nada que ver con la novela —que no es voz, que es plástica— y al final les salen unos cacharros curiosos, pero no novelas. El novelista es novelista, no escritor. La pureza de la novela exige dedicación exclusiva y suele llevar muy mal las infidelidades de género, por pequeñas que sean. Al final pasan factura y hay novelistas que no lo han podido soportar y se han dado al verso, esnifado o fumado. Creo que es la primera vez que el Cervantes se le otorga por entero a la novela.
27.4.09
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