27.6.08

La muerte

Todavía no he probado los caracoles este año, cachis en la mar serena, oye, ¿tú te lo puedes creer? ¿Es posible que yo no haya probado aún los caracoles este año? Pues sí, pues sí: así es la cosa, maldita sea mi sangre y la de mis hijos y la de los hijos de mis hijos, coño. Estos palos los da la existencia, que es una palitroca, la existencia. Un día está uno tan tranquilo, sin meterse con nadie, mirando una cucaracha espachurrada en la pared de gotelé o, quizá, gozando de ese hallazgo sublime que es un moco gordo y seco enraizado en el tabique nasal, cuando, de pronto, cae uno en la cuenta de que aún no ha probado los caracoles este año. Y comienza el desasosiego: ese ratoncillo del ansia que se te cuela en el bujerete que hay a la vera del corazón. Y el primer volunto es salir a comerte un buen vaso en un bar, pero qué leche, son las diez de la mañana y no es plan de ir tocando los marmolitos a la camareresca. Hay que esperar. Pero la muerte está cerca, la muerte nos acecha (¡aaaggg, la muerte!, que diría el abuelo Simpson), siempre está ahí, mirándole el culo a todo el mundo, y lo mismo no hay tiempo y uno la palma sin llegar ni a mojarse los dedos en el caldico yerbabueno. Este calor, estas miasmas, esos escotes… Dame salud, Señor.

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