Para algo había de servirnos el cacharrico ese que todos, sin excepción, tenemos en la cocina y en el que vamos echando los centimillos, que son como escamas del monedero y que a veces nos solucionan el pan de cada día cuando nos hallamos en la cuarta pregunta del final de mes: se los damos a Castillo, el de los autobuses, y que él los vaya administrando, lo mismo junta unos pocos y contrata al técnico oportuno que desinstale por fin el torno carraca ese que ya no tiene ningún autobús urbano en toda España, que nos acateta y nos obstaculiza y nos impide la total felicidad que implica o debería implicar ser pasajero de transporte colectivo, que ya estoy harto de reivindicarlo en estas columnas y aquí no me hace caso nadie, aquí se le hace caso a Adana y a Vica y a Lechuga Viedma, pero a mí no, cagontó, maldito sea mi oficio, así se ahogue en alfabetos y patalee entre agonías. ¡Cálmate, Tíscar, por dios, que ya huele a incienso! El paseo en autobús Castillo ha subido tres céntimos, iba yo a decir antes de cabrearme, y van listos si esperan que renunciemos a los dos céntimos de vuelta, no señor. Ahí clavados hasta que nos devuelvan nuestros dos céntimos, que un redondeo al alza es una insignificancia, pero cientos… Cientos engordan.
14.3.08
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