Cuando se ponen —porque se lo tienen que poner— el casco para visitar obras, le hacen un homenaje de pega, protocolario, a su O de socialistas obreros, pero se ve que están deseando quitárselo para recuperar sus peinados y regresar a la comodidad de sus cabezas libres y pensantes, de sus cabezas desnudas y prevenidas, sobre las que pende una única amenaza digna de accidentársela: las elecciones, los votos. Qué chistosos están con el casco puesto. Y qué falsos, porque a ellos les reservan cascos limpísimos, puede que nuevos, sin estrenar, sin abollar, cascos de gala para la ocasión, cascos inodoros que, ya digo, les queman un poco en la frente y en la nuca y cuentan con los dientes apretados los segundos que faltan para quitarse de la testa ese horror que los emparenta con la ideología que no tienen, que ni siquiera perdieron porque no la tuvieron nunca. No saben llevar el casco y no saben llevar ideas, si las ideas estuvieran en el casco le pegarían una patada y se evitarían un estorbo para su carrera política, habría que ver mucho casco volando. Ellas suelen encasquetárselo en la nuca, que así están más monas, y ellos se lo encajan mejor en la frente y luego les queda marca y es una follá de reír, ¡cuchi qué marca te ha dejao el casco!, pero les desaparece pronto, como sus convicciones políticas.
13.6.10
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