2.3.10

La teja

Con la de airazos que llevamos y todavía no te ha caído la teja en la cabeza, repámpanos, qué suerte tienes. Cada vez que aúlla el ventorro se me pone un pellizco de ilusión en la parte del alma que ocupa el epigastrio y me digo, con el convencimiento de los rencorosos: “Esta vez le cae la teja, fijo”. Pero nada. Al día siguiente te veo cruzar sin venda en la cabeza y con esa mala hostia que tienes en el andar y en el señalar y en el sacar las llaves de tu casa para entrar a mover el guiso de boñigas con escupitinajos y regresar a la calle a seguir recaudando males de ojo. Porque me imagino que a ti también te diría el cura lo de la teja, ¿verdad? Que uno tiene que ir por ahí confesado siempre, sin pecado concebido, puesto que nadie está libre de que le caiga una teja en la cabeza y lo mate y vaya al infierno a que le echen vinagre y sal en las llagas de la conciencia. Quien dice una teja dice una maceta, un cascote, un buitre muerto, la voladiza cornamenta de un ciervo sin berrea o la túnica sucia del maestro que te tocaba la ingle y te prohibía que lo contaras. Se conoce que, de momento, la teja no está para ti, todo es cuestión de esperar con la misma ilusión del primer día el accidente anhelado, si es que antes no me cae a mí, claro, y vas a mi entierro y te burlas de mis cuatro cirios.

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