Le pedí a mi sobrina Tania, de diecisiete años, que me acompañara a la farmacia de Chon a comprar la píldora del día después. Había pasado un fin de semana verdaderamente confuso y tenía el angustioso presentimiento de que un pálpito inhabitado se había alojado en las entretelas de mi organismo. “Pero, vamos a ver, tito –me dijo Tania camino de la farmacia–, ¿fue a pelo o se os rompió algo?”. Traté de acordarme y pude ver un leve pero nítido destello allá al fondo de mis turbias lagunas, cosa que me sobrecogió hasta el punto de sentir un mareíllo y tener que sentarme un rato en un poyete con mi sobrina, quien me hacía aire mediante un “Siempre a mano” que olía un poco a compasión. No, a pelo no fue: se nos rompió algo. Cuando pude volver a caminar, llegamos por fin a la farmacia y dejé que fuera Tania, chiquilla resuelta, la que le hablara a Chon mientras yo, avergonzado, miraba el suelo: “Aquí, mi tito, que necesita tomarse la pastilleja con premura, que dice que el viernes por la noche se produjo la quebrancía del tallo aún tierno de una metáfora y que no quiere que nazca”. La farmacéutica, en tanto mi sobrina se pesaba, me tomó amorosamente por el cogote y me hizo pasar con ella a la rebotica, de la que salí con un vademécum envuelto en culpa.
29.9.09
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3 comentarios:
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Mucho.
Que conste que le gusta a Marisa Benito; a Jesús Tíscar también, pero quedaría feo decirlo. Gracias, Marisa Benito. Tú sabes reconocer la alta literatura.
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