Chusa, la Chusa, no se llama Chusa, que se llama Carmen, pero es la Chusa porque se lo pide la boca, esa boca como de Chusa que tiene, tan almodovariana y señorita, y porque se lo piden sus moños altos y su mirada tranquilamente impacientuda. Chusa sale mucho menos de lo que uno quisiera en los montajes de “In vitro”, que es una compañía de teatro universitario compuesta por repetidores, tan repetidores que ya ni van a la universidad, ¿para qué? Pero ahí la tenemos, breve y lumínica, más lumínica que luminosa, estrella grande de un rato a la que pedimos deseos desde el patio de butacas y a la que apenas nos atrevemos a felicitar luego entre bastidores porque, de cerca, es posible que su astro te fulmine: inaccesible Chusa, diva, gran diva Chusa de las de chaise longue, cigarrín finillo, ojos soñolientos y turbaciones carnales. Uno va a ver a “In vitro” por ver a Chusa, a la Chusa; uno oculta su fealdad en la oscuridad del asiento más último, espectro y Quasimodo, hecho un rebujo de admiración, y aguarda a su aparecida etérea, a su diosa maldita, madame muchacha, su aparición legendaria de novia antigua y ambiciosa que abandona soldaditos por la gloria y el champagne y los ricos productores culones, ay Chusa diva, diva Chusa. Y qué orejas más bonitas tienes.
29.4.09
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