Una vieja menudilla, encorvada, enlutada, que sale al alba de su casa camino de la primera misa, moviendo los pies muy rápido y muy poco, pasos cortos y veloces como los de las cucarachas, asustada de tiempo, perfumada de pestes, la Cuaresma. En el templo está el entierro secreto de una niña muerta, el ataúd negro y la mortaja blanca, una madre mohína, una abuela sarnosa y una tía oligofrénica que se lame los brazos, no suena más que el silencio, no huele más que a lejía y a terciopelo, la difuntita era pobre y sólo disfruta de dos cabos de vela para el viaje cansino de su alma ajada, la van a enterrar descalza, murió de tristeza y de un palizón berreante, la Cuaresma. Un cura enjuto (mojamuto, ji ji), poco esmerado, roncazo por tanta juerga de salmos, despeluchado, farfullador, las pupilas como monedas de cobre sucio, las manos de señorita y un deje de mala leche en la Eucaristía que imparte e hisopa, procurando que el agua le salpique a él, más que nada para quitarse el sueño que tiene, la Cuaresma. Y luego al cementerio, en procesión, el cura, la vieja, la madre, la abuela, la tía que se lame los brazos y la niña muerta del camisón blanco y los verdugones ocultos, cantando en arameo. La Cuaresma.
8.2.08
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